25 de noviembre de 2011

Todos tenemos pecas de niños

Todos tenemos pecas de niños. Nos las pintamos con helado de chocolate. Algunos afortunados las tienen siempre y pueden comer chocolate cuando quieran, sin que sus padres se enteren. Los demás disfrutamos de unas pecas momentáneas hasta que llega mamá o papá con el trapo o la esponja y nos vuelve a dejar la cara blanca. Una cara blanca y triste, como esos manteles blancos y estirados que se ponen con la cubertería siempre en su sitio: cejas, ojos, nariz y boca. Pero yo enseguida arrugaba el mantel y me ponía a hacer muecas, cambiando los cubiertos de sitio: la boca sobre la nariz, el ojo sobre la ceja y mi madre se ponía de los nervios. El más afortunado de la clase para mí era Didi, que era marrón como un conguito. Quería ser como Didi: así podría untarme la cara con Nocilla y revolcarme en la tierra las veces que yo quisiera. Pero Didi me hizo una confesión: “cuando como nata, mamá lo ve enseguida” me dijo y me sonrió con esa sonrisa tan blanca que parecía la luna saliéndole por la boca. Pero lo más bonito que vi fueron las pecas de mi abuela. Tenía un montón en las manos y de todos los tamaños. Nuestro perro corrió a lamerle esas pepitas pero por más que lo hacía no se la iban. La abuela reía sin parar. Yo no podía creer lo que mis ojos estaban viendo: unas pecas en unas manos y encima imposibles de quitar. Ya sabía yo porque la abuela sonreía tanto: era porque comía mucho chocolate. Y a mí me gustaba imaginármela untándose las manos con chocolate día y noche. Un chocolate mágico, que nunca se iba y del que ella solo conocía el secreto.
Un día le pregunté: “Abuela, ¿cuál es el secreto para tener pecas en las manos?”. “Son las manchas de los helados que no pude comerme de niña.” Me dijo. Aquella tarde la compré el helado de chocolate más grande que había en el quiosco y otro para mí. Nos sentamos las dos al fresco y me dijo: “Pequeña, nunca dejes de comer helados de chocolate. Y mucho menos cuando seas mayor.” Yo dije que no con la cabeza mientras sorbía el cucurucho. A las dos se nos lleno la cara de pecas y nos empezamos a reír. “Si mamá nos viese, la bronca que nos echaría”. La abuela me cogió la mano fuerte y me abrazó contra ella. En ese momento nuestras pecas se fundieron y aquel día por todo el pueblo olió a besos con chocolate. Cuando llegó mi madre y nos vio a la abuela y a mí de esa guisa gritó: “Mamá, eres peor que la niña”. Y cogiendo un trapo nos quitó las pecas de golpe a la yaya y a mí. La abuela, de soslayo, me enseñó sus manos con pecas imborrables mientras me guiñaba un ojo. Yo prometí seguir comiendo helados de chocolate toda la vida costase lo que costase.
Pero imaginé que para eso había que crecer. Y aún me quedaban muchas pecas que los adultos de una manera u otra me harían desaparecer a lo largo de toda mi vida. Y por las que lloraría al verlas desaparecer.

7 de noviembre de 2011

Lamparón

Los lamparones como su propio nombre indica vienen de lámpara.

Son manchas de LUZ, de VIDA.

Sustituyo las manchas por lamparones.

(L. Garabata y su Lamparón Maravilloso...)

3 de noviembre de 2011

Reflexiones

Me canso de las fresas pero también de los ataúdes. Me canso de las personas de un sólo registro y de ese tipo hay miles. Es como escuchar la misma canción todos los días. Si eres poeta, la mayoría habla de gusanos, muerte, asco de vida. Si eres "new age" todo es maravilloso: hay que dar gracias por despertarse y sonreír hasta al policía que te multa y pensar: "los hados quieren decirme algo con esto." Luego están muchas mujeres escritoras que se quejan de sus celulitis mentales y físicas. ¿No es echar piedras contra nuestro propio tejado? Ya está bien de decir que si la celulitis es fea, que si es feo que se caigan los pechos, que si es feo sentirse más mayor. No sé, no entiendo ese discurso supuestamente "femenino". Tampoco me siento en mi territorio en los talleres de poesía. No paran de hablar de poetas famosos, de cómo escribir un buen poema, de cómo utilizar bien la métrica. A mí eso no me interesa. Para mi la poesía es todo. Y tan pronto me leo un best-seller como una reflexión filosófica. Pero ese yin-yang no abunda. Mezclar los elementos no está bien visto. Ni comprendido, ni entendido. Todos se especializan. Se meten en sus compartimentos estancos como cobayitas y de ahí no les sacas. Yo en cambio picoteo, voy de acá para allá, exploro, cato, vagabundeo. Aprendiz constante. Vocación de aprendiz. Y eso la sociedad no lo tolera. No tolera la contradicción, la duda, la coexistencia de la sombra con la luz, de la fiesta con la reflexión. Siento el mismo amor por la palabra "chorizo" que por la palabra "titilar". Un chorizo titilaba en la nevera... Pero lo mío no es estética. Es ética. No creo en el arte sin fondo, sin raíz, sin tierra. Por eso al final acabo tirando hacia lo popular. No tengo cuerpo para altos vueltos ni para grandes viajes. No soy cósmica ni trotamundos. Reinvindico el mundo que tengo frente a mi y en el que pasan cosas tan interesantes como podrían pasar en Pekín. No cambio la puesta de sol de mi lámpara por la puesta de sol en la playa de Punta Cana. Prefiero los vertederos a los desiertos. Mi taza del váter a la taza de té de porcelana. Pero mi visión no es prefabricada. Es natural. Y ahora hay mucho cisne suelto que quiere ser aprendiz de "patito feo". Por cierto, los patos son bellísimos. Para mí, mucho más bellos que los sosos de los cisnes y eso no lo digo porque lo dijeran los modernistas. Eso lo digo porque yo sí creo que la belleza es otra cosa que la que la élite nos vende. La belleza para mi es ante todo frescura y ternura. Una manera de estar en el mundo sin complejos. El cuerpo siempre sin tensión, a la inversa que los cisnes, bamboleándose suavemente. Unos pies de pato andando de puntillas. Eso es para mí la belleza.