Todos tenemos pecas de niños. Nos las pintamos con helado de chocolate. Algunos afortunados las tienen siempre y pueden comer chocolate cuando quieran, sin que sus padres se enteren. Los demás disfrutamos de unas pecas momentáneas hasta que llega mamá o papá con el trapo o la esponja y nos vuelve a dejar la cara blanca. Una cara blanca y triste, como esos manteles blancos y estirados que se ponen con la cubertería siempre en su sitio: cejas, ojos, nariz y boca. Pero yo enseguida arrugaba el mantel y me ponía a hacer muecas, cambiando los cubiertos de sitio: la boca sobre la nariz, el ojo sobre la ceja y mi madre se ponía de los nervios. El más afortunado de la clase para mí era Didi, que era marrón como un conguito. Quería ser como Didi: así podría untarme la cara con Nocilla y revolcarme en la tierra las veces que yo quisiera. Pero Didi me hizo una confesión: “cuando como nata, mamá lo ve enseguida” me dijo y me sonrió con esa sonrisa tan blanca que parecía la luna saliéndole por la boca. Pero lo más bonito que vi fueron las pecas de mi abuela. Tenía un montón en las manos y de todos los tamaños. Nuestro perro corrió a lamerle esas pepitas pero por más que lo hacía no se la iban. La abuela reía sin parar. Yo no podía creer lo que mis ojos estaban viendo: unas pecas en unas manos y encima imposibles de quitar. Ya sabía yo porque la abuela sonreía tanto: era porque comía mucho chocolate. Y a mí me gustaba imaginármela untándose las manos con chocolate día y noche. Un chocolate mágico, que nunca se iba y del que ella solo conocía el secreto.
Un día le pregunté: “Abuela, ¿cuál es el secreto para tener pecas en las manos?”. “Son las manchas de los helados que no pude comerme de niña.” Me dijo. Aquella tarde la compré el helado de chocolate más grande que había en el quiosco y otro para mí. Nos sentamos las dos al fresco y me dijo: “Pequeña, nunca dejes de comer helados de chocolate. Y mucho menos cuando seas mayor.” Yo dije que no con la cabeza mientras sorbía el cucurucho. A las dos se nos lleno la cara de pecas y nos empezamos a reír. “Si mamá nos viese, la bronca que nos echaría”. La abuela me cogió la mano fuerte y me abrazó contra ella. En ese momento nuestras pecas se fundieron y aquel día por todo el pueblo olió a besos con chocolate. Cuando llegó mi madre y nos vio a la abuela y a mí de esa guisa gritó: “Mamá, eres peor que la niña”. Y cogiendo un trapo nos quitó las pecas de golpe a la yaya y a mí. La abuela, de soslayo, me enseñó sus manos con pecas imborrables mientras me guiñaba un ojo. Yo prometí seguir comiendo helados de chocolate toda la vida costase lo que costase.
Pero imaginé que para eso había que crecer. Y aún me quedaban muchas pecas que los adultos de una manera u otra me harían desaparecer a lo largo de toda mi vida. Y por las que lloraría al verlas desaparecer.
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